Si pienso en el momento que empecé a leer fervientemente creo que fue cuando falleció mi padre. Gracias a él siempre arrastré amor por los libros, pero era una afición discontinua, más equilibrada quizás y menos obsesiva.
La lectura, desde entonces, se ha convertido en un bálsamo. Un bote salvavidas que a veces hace de refugio, otras de escondite, otras de ventanas por las que saltar, pero también en algo estrictamente necesario en TODOS mis días. Aire.
Me recomendaron «La ridícula idea de no volver a verte» de Rosa Montero hace más de un año (diría que incluso dos) y a mi me parecía meterme en la boca del lobo por tratar el duelo y la pérdida. Por mucho que se haya suavizado el dolor a veces despierta repentinamente y te invade una sensación de vértigo desesperante. Así que compré el libro y lo aparqué, para cuando estuviese más fuerte (ilusa).
Lo empecé en un repaso de estantería y, sorpresa, lo he leído en dos sentadas. Rosa Montero a través de los diarios de Marie Curie tras la muerte de Pierre, reconstruye la vida de la científica y todas las dificultades que encontró en el camino mientras las radiaciones la estaban destruyendo.
Sinceramente, a mí la ciencia no es un tema que me apasione pero ¡qué interesante! Se cuentan detalles muy curiosos tanto biográficos como de la sociedad en la época, sin necesidad de conceptos ni estudios previos.
No deja de ser un ensayo en el que la autora limpia sus lágrimas tras la pérdida de su marido. Pero, sin menospreciar este segundo plano, (que en realidad es el origen del texto) el duelo de Rosa parece intrascendente por la inevitable comparación con los acontecimientos en la vida de los Curie.
¿Recomendable? Mucho. Nadia casi siempre acierta. Gracias gallega.
Por esas coincidencias que a veces parecen estar conspirando para decirnos «reflexiona sobre esto», he escuchado estos últimos días varias opiniones de autoras sobre si existe o no una diferencia en cuanto a género a la hora de crear. En este caso trataremos la literatura, porque es la temática que nos ocupa, pero se podría extrapolar el debate a cualquier ámbito cultural.
Una Almudena Grandes que sostiene que si ella pudo aprender tanto de Moby Dick (novela escrita por un hombre donde la única protagonista femenina es una ballena asesina) los hombres pueden, por consiguiente, ver a través de nuestros ojos.
Una Rosa Montero que defiende un NO rotundo haciendo comparación con la forma de asesinar, en la que sí hubo y hay diferencia.
Y una Inma Chacón que se pregunta cómo se nos ocurre hoy en día preguntar a una mujer si escribe para mujeres, cuando a nadie se le ocurrió cuestionar a Flaubert si su obra Madame Bovary era literatura para féminas.
Todo esto lo escuché en el programa de radio sobre literatura «La Milana Bonita» que sigo hace algunos meses y que recomiendo a quien no lo conozca.
Y, hoy mismo, veo a Ana Morgade en los Premios Max 2017, con tono humorístico, denunciando el patriarcado anclado en nuestros comentarios que, en este caso se lo hizo un chico, pero oye, yo hasta me lo imagino en boca de una mujer. Ella sostiene que «no podemos escribir tan distinto, igual lo que pasa es que escuchamos muy distinto».
Todas ellas viven su propia lucha y la defienden como mejor saben, con talento y perseverancia. Cuantas habrá de las que no sabemos que existen, ni sabremos.
Recuerdo también a una Carmen Laforet contestando en entrevistas constantemente cómo compaginaba su vida familiar y su trabajo como escritora. Pregunta inexistente para los autores padres de familia.
Me voy a mis apuntes corriendo, buscando el resguardo de Virginia Woolf y recordando que ella SÍ hacía tal diferenciación y temiendo que sus palabras hayan quedado ya obsoletas. Es curioso su enfoque y, desde mi punto de vista, va más allá. No olvidemos que los siguientes textos están escritos en 1928.
Sería una lastima terrible que las mujeres escribieran como los hombres, o vivieran como los hombres, o se parecieran físicamente a los hombres, porque dos sexos son ya pocos, dada la vastedad y variedad del mundo.
(…) escribía como una mujer, pero como una mujer que ha olvidado que es una mujer, de modo que sus páginas estaban llenas de esta curiosa cualidad sexual que sólo se logra cuando el sexo es inconsciente de sí mismo.
Sólo se me ocurre decir, breve y prosaicamente, que es mucho más importante ser uno mismo que cualquier otra cosa. No soñéis con influenciar a otra gente, os diría si supiera hacerlo vibrar con exaltación. Pensad en las cosas en sí.
En La Milana Bonita se cita a Ortega y Gasset: «Yo soy yo y mis circunstancias» tomando nuestra condición de mujer como una circunstancia más que, obviamente, influye en la forma de expresarnos. Mucho más cerca esta teoría a la de Virginia Woolf que las de las autoras contemporáneas.
¿Qué opinión os merece este batiburrillo de ideas que acabo de soltar, ahí, por las buenas?